Es frecuente en México, para referirse al sustrato cultural africano de la población, usar la expresión “la tercera raíz”. Ésta es una frase acuñada a mediados del siglo XX por el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán. Su interpretación es más o menos transparente si asumimos que las raíces indígena y española fueron las primeras dos.
No obstante, esta asunción presenta objeciones cronológicas si tomamos en cuenta que los primeros esclavos africanos llegaron a México junto con los conquistadores españoles. Además de que hablar de una “tercera raíz” sutilmente pareciera enfatizar orden, prioridad o jerarquía: como si en una competencia a la raíz africana le correspondiera la medalla de bronce.
La realidad, desde luego, es otra. La población mexicana es mayoritariamente mestiza, y en ese mestizaje tienen igual preeminencia las raíces indígena, española y africana. En este último caso, estamos hablando de una herencia perceptible en rasgos culturales como palabras del habla cotidiana, fiestas y trajes tradicionales, creencias religiosas, mitos, música, topónimos y gastronomía.
Estamos hablando, en fin, de coincidencias y afinidades en un área geográfica inmensa, que en un principio incluye el sur de España, las islas Canarias, las islas y las costas continentales del Caribe. Un área que los antropólogos e historiadores llaman “el Caribe afro-andaluz”, definida porque fue allí adonde los españoles traficaron más esclavos africanos, y a la que por la misma razón se añaden el Golfo de México y la Costa Chica en el Pacífico mexicano.
El primer contacto con lo africano

Los documentos históricos consignan la llegada de la población negra desde tan temprano como 1510, y más tarde durante todo el periodo colonial, que abarcó tres siglos. La mayoría de la población fue traída de África, aunque en menor proporción vinieron esclavos de las islas del Pacífico, particularmente de Filipinas. Estos últimos fueron llamados “esclavos chinos” en la Nueva España, por lo que hasta hoy en México al cabello rizado, o afro, se le dice “pelo chino”.
Los primeros puertos autorizados para la importación de esclavos fueron Veracruz y Acapulco, que en ese momento quizá fueran los dos puertos más importantes del continente. Pero con el tiempo se habilitaron más puntos para el tráfico de seres humanos por toda la Nueva España: por ejemplo, Tuxpan y Campeche en el Golfo de México, y San Blas en el Pacífico.
Esto da una idea clara del boom económico que fue el esclavismo para los españoles, y de la profunda huella cultural que ya desde entonces dejaba la población africana en México. Sin embargo, es poco menos que imposible determinar con exactitud la cantidad de esclavos que ingresó a estas tierras durante la época colonial.
El primer problema es que, debido al contrabando, en muchas embarcaciones se subregistraba el número total de los africanos traficados. Asimismo es complicado establecer su origen preciso, pues a los esclavos se les fichaba por el puerto de embarque, no por su etnia ni procedencia.
Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que las regulaciones decretaron que la proporción de esclavos en todo cargamento debía ser de un tercio de mujeres y dos tercios de hombres. Así, debido a la escasez de mujeres esclavas y a la búsqueda de un “vientre libre” (una madre no esclava, una indígena) para obtener la libertad de sus hijos, muchos hombres negros se unieron en matrimonio con mujeres indígenas, iniciando un inconmensurable mestizaje que aún no termina.
La pintura de castas
Durante la Colonia, un ejemplo claro del racismo de los españoles, y también de su afición por promulgar leyes y reglamentos sin sentido, fue el llamado “sistema de castas”. No se sabe exactamente cuándo inició, pero no hay ninguna duda de para qué fue creado. Se trató de un sistema de categorización racial que permitió la segregación de los hijos de indígenas y negros, para privilegiar al grupo hegemónico de españoles y criollos. Como Estados Unidos o Sudáfrica en el siglo XX.
Por ley se limitó el acceso de las castas consideradas inferiores a puestos de poder dentro de la iglesia y el ejército, y se trató incluso de prohibir ciertos atuendos y ornamentos típicos. Por ejemplo, sólo las mujeres españolas podían vestir rebozos o usar pañuelos de Manila. Asimismo se prohibió que las castas aprendieran a portar armas, montar caballos, leer o escribir.
Las diferentes mezclas se veían como algo indeseable en medio de una sociedad mestiza que aspiraba a ser española y blanca. Una aspiración absurda, que le daba la espalda a la realidad.
Entonces, para ilustrar todas estas mezclas, y sin duda para subrayar las diferencias entre los oprimidos y las élites, se popularizó en la Nueva España un género pictórico llamado “pintura de castas”. Eran retratos naturalistas, probablemente concebidos siguiendo alguna corriente pseudocientífica de la Ilustración, donde se identificaba con estereotipos a las diferentes clases de mestizo y su tipo de descendencia al juntarse con personas de otro origen étnico.
No será sorpresa, pues, que las clases altas pronto convirtieron estos retratos en una herramienta para denigrar las relaciones interraciales, inventándose una decadencia moral conforme se descendía del español blanco al esclavo negro.
Los hombres españoles se representaban pulcros y con ropa elegante, mientras que las mezclas de indios o negros servían para ilustrar oficios como zapatero, tabacalero o vendedor ambulante. De igual manera llama mucho la atención que en algunas imágenes de mulatos, negros y demás castas, los personajes se atacan entre sí, o de alguna otra manera se demuestra su violencia o peligrosidad.
Yanga
Como contraparte al racismo español implícito en la pintura de castas, la historia de México también tiene algunos personajes que enaltecen el recuerdo de la tercera raíz. Uno de los más importantes, sin duda, es un héroe de la independencia nacional: José María Morelos y Pavón, nacido mulato. Pero el personaje que rebasa la historia oficial y casi adquiere tintes legendarios tiene que ser Yanga, líder de la primera rebelión de esclavos en la Nueva España y fundador del primer pueblo de negros libres que hubo en estas tierras.
Según el historiador Francisco Xavier Alegre, Yanga era un hombre de edad avanzada y originario de la nación Bran, donde su destino era ser rey. En 1579 fue traficado como esclavo a la Nueva España, específicamente a la zona de haciendas cañeras en el estado de Veracruz.
Se sabe que el hombre que nació para ser rey escapó de la esclavitud, liderando a otros africanos y encargándose de la resistencia armada del grupo durante más de treinta años. Se escondieron en lo más recóndito de las montañas, y desde allí salían para asaltar a viajeros y diligencias que recorrían el camino real hacia el puerto de Veracruz. Fueron años gloriosos para matar a los detestados españoles y liberar a los esclavos que traían consigo.
En 1609, las autoridades españolas intentaron por última vez aprehender a Yanga y sus rebeldes. Emprendieron una expedición militar armada hasta los dientes, pero la resistencia y perseverancia del ejército de Yanga se impuso al final.
Para negociar su derrota, los esclavistas ofrecieron una tregua a Yanga y su gente, que contemplaba la libertad e independencia de los grupos rebeldes y de sus descendientes, así como la fundación de un pueblo propio, ajeno del influjo de los aborrecidos españoles.
Así se fundó el pueblo de San Lorenzo de los Negros, cuya existencia se legalizó hacia 1640, y que hoy recibe el nombre de Yanga y el apelativo de “primer pueblo libre de América”.
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