La llamada “época de oro” del cine mexicano es un periodo de más o menos veinte años, a partir de 1936, durante los cuales diversas circunstancias coincidieron para convertir a México en la capital cultural del cine en habla hispana. Una especie de Hollywood latinoamericano que dio pie a su propia generación dorada de directores, actores y actrices que aún se consideran maestros insuperados: Emilio Fernández, Gabriel Figueroa, Dolores del Río y un largo etcétera encabezado por el gran Pedro Infante.
De este último fue tan grande su impronta (y tan simbólica o llena de paralelismos es a veces la realidad), que comúnmente se considera a su muerte, el 15 de abril de 1957, como la fecha extraoficial del fin de la época de oro; aunque ya desde el principio de esa década varios factores habían influido en el declive.
Por ejemplo, la llegada de la televisión a muchos hogares mexicanos en 1950, que representó una competencia directa con la pantalla grande, pues tuvo crecimiento exponencial y tres cadenas de transmisión nacional.
Además del abandono de los espectadores, distintos problemas sindicales y burocráticos determinaron la desaparición de tres de los estudios más importantes entre 1957 y 1958: Estudios Tepeyac, Clasa Films y Estudios Azteca, que ya estaban casi inoperantes por los altísimos costos de producción a causa de la devaluación del peso en 1954.
Sin embargo, setenta años después, las películas y series biográficas sobre grandes personalidades de la época de oro, como María Félix o Cantinflas, ocupan alta popularidad entre todos los públicos, amén de que la imagen de Pedro Infante como símbolo de lo mexicano sigue del todo vigente en la iconografía popular, como se ve en la película Coco (2017) de los estudios Pixar.
Los primeros pasos
El año de los juegos olímpicos en la Berlín de Hitler, 1936, es el año del estreno de Allá en el rancho
grande, del director Fernando de Fuentes, unánimemente señalada como la primera película de la época de oro; una coincidencia cronológica importante si consideramos hasta qué punto la Segunda Guerra Mundial limitaría poco tiempo después las producciones hollywoodenses: vertidas sólo a temas bélicos y con escasos o racionados materiales básicos para producir filmes (como la celulosa).
Allá en el rancho grande creó a la primera superestrella del cine sonoro mexicano, el cantante Tito Guízar, y asentó una tendencia que seguiría una multitud de cineastas: dar una mirada nostálgica hacia un pasado idílico en el mundo rural mexicano, ignorando la revolución campesina (1940-1917) que definió para siempre los destinos de ese mismo ámbito rural.
Además, fue la película en español más taquillera hasta entonces. Sus ganancias dieron al cine mexicano la estabilidad financiera que no tenía desde la época de los documentales del cine mudo, por lo que la producción de cintas aumentó de 25 en 1936 a 38 en el año siguiente (más de la mitad de ellas fueron comedias rancheras que siguieron la fórmula de Fernando de Fuentes).
Si en esas primeras cintas el Estado mexicano (el gobierno de Lázaro Cárdenas) ya servía como garante del financiamiento, fue hasta los mandatos de Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y Miguel Alemán Valdés (1946-1952), que el séptimo arte adquirió peculiar relevancia, dado que el ingreso de las producciones nacionales al mercado internacional impactó notablemente a la economía, al grado de convertirse en una de las principales industrias del país.
Así, en 1941 surgió el Departamento de Supervisión Cinematográfica, para evaluar y autorizar la exhibición de las películas comerciales en todo el país; y en 1942, el Banco Cinematográfico, para
administrar el dinero generado por y para las películas nacionales.
El éxito y la gloria, no obstante, fue producto de una generación de increíble talento múltiple; además de directores que recibieron premios en todos los festivales importantes, como Emilio Fernández, Luis Buñuel, o Roberto Gavaldón, algunos de los escritores mexicanos más notables de nuestras letras, como Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Mauricio Magdaleno o José Revueltas, también formaron parte de este movimiento, que incluyó, junto a muchos otros, a los fotógrafos Gabriel Figueroa y Alex Phillips, a los compositores Agustín Lara y Manuel Esperón, o al escenógrafo Gunther Gerzso.
Cámara y acción
Durante los años 40, el crecimiento de la industria fílmica mexicana aumentó en forma vertiginosa, estimulado por el impulso estadounidense, que requería solidaridad económica y política en el contexto de la Segunda Guerra mundial, donde México fue tratado como un valioso aliado en la región que también servía como mercado para los productos de los aliados y portavoz de su propaganda bélica.
Ésta fue una alianza ventajosa para la industria del cine mexicano, que se lanzó a la conquista del mercado latinoamericano; por ejemplo, a principios de la década, México iba rezagado respecto de Argentina en la producción de películas en español. Pero con el inicio de la guerra, Estados Unidos estableció una nueva política comercial que proveía de película virgen a México y la restringía en el país sudamericano (que permaneció neutral durante el conflicto armado), con el resultado de que el número de películas argentinas cayó de 47 a 23 entre 1941 y 1945, mientras que el de México se elevó de 37 a 82 en el mismo periodo.
Nadie sabe para quién trabaja: la guerra acabó golpeando de rebote a Argentina y dándole a México en bandeja de plata el mercado de su principal competidor, volviéndose el mayor exportador de películas en español al resto del continente. Mientras para Hollywood, otra ganancia estaba en tener al vecino del sur como un cliente cautivo para sus productos cinematográficos, equipo fílmico y tecnología, así como para sus profesionales que venían contratados para asesorar a los estudios cinematográficos mexicanos.
En 1943, por ejemplo, la compañía Radio-Keith-Orpheum, RKO, inició relaciones con inversionistas mexicanos para la creación de los Estudios Churubusco, las instalaciones cinematográficas más modernas de América Latina, sede de algunos de los foros más grandes del mundo aún hoy (allí, en 1984, filmó David Lynch su película Dune).
Cuando terminó la guerra, la ayuda estadounidense fue desapareciendo y el dominio de Hollywood se restableció de manera agresiva: al reducir los envíos de película virgen a México, Estados Unidos limitaba la producción de cine en el país, como ya habían hecho con los argentinos. En 1945, por ejemplo, sólo se envió una tercera parte de la cuota anual que se había mantenido durante los años de la guerra.
Con esto, la distribución del producto hollywoodense en México avanzaba viento en popa y el clavo final al ataúd fue cuando la compañía Columbia Pictures empezó a distribuir las comedias de Cantinflas, el máximo ídolo de la comedia nacional. La época de oro llegaba a su fin.
Se apaga la pantalla
Hacia finales de los 50, la industria fílmica mexicana comenzó a mostrar señales de decadencia, quedando impedida para crear el tipo de películas que definieron los estándares de la época de oro; los directores habían envejecido, muchas estrellas murieron jóvenes y los productores no reinvertían sus ganancias en la industria.
Aunque se hicieran todavía algunas películas importantes, como Macario (1959), de Roberto Gavaldón, o la obra maestra de Luis Buñuel, Simón del desierto (1964), podemos
decir que la época de oro no llegó a los años sesenta; tanto así que los premios de cine patrocinados
cada año por la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas: los Arieles, fueron
descontinuados en 1958 y no se retomarían sino hasta 1972.