Fiesta de un pueblo descendiente de esclavos africanos en México

En la zona centro del estado de Veracruz, una región donde en épocas coloniales proliferaron grandes haciendas cañeras y cafetaleras que empleaban una alta cantidad de mano de obra esclava traída de África –porque las católicas leyes de la Nueva España prohibían las esclavitud de los indios, pero no de los negros–, se encuentra el pequeño poblado de Coyolillo, perteneciente al municipio de Actopan.

Éste es un pintoresco lugar de no más de cuatro mil habitantes, cuya principal actividad económica es la agricultura, donde cada año se celebra un carnaval popularmente conocido como “La Negreada”, que se originó en el siglo XVII con esclavos que fueron secuestrados de Guinea, Nigeria, Mandinga, Congo, Costa de Marfil, Cabo Verde, Burkina Fasso, Somalia, Mali y otros países, traídos a este continente para beneplácito de los traficantes españoles y portugueses, con el objeto de trabajar hasta morir en las plantaciones coloniales.

Se dice que entonces La Negreada era una simple fiesta dentro de las haciendas, tolerada por los amos, que servía como un espacio –entre comillas– “de libertad” para los esclavos. Pero tras la independencia de México y la abolición de la esclavitud, el Carnaval de Coyolillo se instituyó como la tradición más fuerte de los pobladores (la amplia mayoría de origen afromestizo), con lo que con sus más de doscientos años de existencia es fácilmente el carnaval más antiguo del México independiente.

Las máscaras y el baile

El atuendo tradicional consiste en una máscara labrada en madera con los ojos, el hocico y la cornamenta de un toro, un venado, un carnero, u otro animal cornudo (aunque no faltan los “modernos”, que han incluido máscaras de luchadores, o personajes fantásticos), y una túnica o vestido similar a los ropones con que se viste a los bebés en fiestas religiosas, hecho de retazos, más una capa larga con flecos, también elaborada con retazos de tela, y un gorro con flores de papel.

Con esta vestimenta se ejecuta el baile tradicional –una variación de la danza del Gule Wamkulu de Mozambique, Mali y Zambia, que originalmente se realizaba con fines didácticos; los adultos enmascarados representaban a los tratantes de esclavos y a los vicios, perseguían a las mujeres y asustaban a los niños para enseñarles normas de moral y así integrarlos a la vida adulta.

En su origen africano, el origen del Gule Wamkulu se remonta al gran imperio chewa del siglo XVII, donde sobrevivió sin pesar los esfuerzos de los misioneros cristianos para abolir esta costumbre, hasta el punto en que en diversas colonias británicas ha adoptado algunos aspectos del cristianismo. Por consiguiente, los hombres chewa tienden a ser miembros de una iglesia cristiana y también de una sociedad nyau; aunque la verdad es que cada día más las representaciones de Gule Wamkulu van perdiendo su función y su significado original, quedando en una simple diversión para turistas o al servicio de partidos políticos.

Hay que entender esto para entender cómo el baile ha sobrevivido en Coyolillo.

Empieza la fiesta: 5 datos

El Carnaval de Coyolillo, siempre previo a la Semana Santa, se desarrolla sin grandes gastos del municipio ni del gobierno estatal; las familias locales se organizan para ofrecer gratuitamente a los visitantes una variedad de platillos gastronómicos, donde la joya de la corona son los chiles rellenos: un plato sencillo y económico que ordinariamente se puede consumir en cualesquier mercados o fondas populares –un dato especialmente significativo si comparamos, por ejemplo, el excesivo, injustificado presupuesto que el gobierno del estado suele darle al Carnaval de Veracruz, tan sólo a cien kilómetros de Coyolillo.

Así, el ambiente es más parecido al de una fiesta patronal, o incluso una masiva fiesta familiar, o reunión comunitaria, que al de un carnaval típico. Aquí te presentamos cinco datos que debes saber:

1. Este carnaval se celebra a treinta minutos de la capital del estado, y a hora y media del puerto de Veracruz, el más importante del país, por lo que frecuentemente recibe turismo internacional.

2. En su mayoría, los afrodescendientes fundadores de la comunidad de Coyolillo provienen de una hacienda llamada Almolonga, donde empleaban esclavos africanos.

3. Los pobladores cuentan que antaño en los días de fiesta los hacendados les permitían a los esclavos bailar y tener ciertas libertades. Ese espíritu de liberación se evoca en los saltos y carreras que hacen los niños en las calles centrales del pueblo.

4. Durante el carnaval, los habitantes de Coyolillo abren sus casas a propios y a extraños. Es muy tradicional que regalen chiles rellenos, mole y arroz. Desde muy tempranas horas, las mujeres de la comunidad empiezan a hacer centenares de chiles rellenos para todo aquel que llegue a la fiesta. Con un juego de palabras entre chile y maratón, se ha creado un chiletón.

5. Este carnaval no cuenta con carros alegóricos adornados, ni reinas o reyes que luzcan trajes brillantes, ni grupos de comparsas con música de moda.

Manuel González de la Parra

Aunque no son escasos los registros en fotografía, video y crónica acerca del Carnaval de Coyolillo, pocos discutirían que quien con mayor éxito plasmó el espíritu de esta fiesta y de su gente fue el fotógrafo Manuel González de la Parra, cuya obra gráfica es un milagro de registro documental sobre la presencia afrodescendiente en comunidades de México y en las costas del Atlántico y el Pacífico en Colombia.

Fue un verdadero artista que sabía la magia del revelado y, sobre todo, supo encontrar los contrastes de las luces en el blanco y negro. Alumno de grandes maestros como Carlos Jurado, Adrián Mendieta y, sobre todo, Nacho López, en la Facultad de Artes Plásticas de la Universidad Veracruzana, González de la Parra usó su lente a medio camino entre las artes y la antropología para retratar a “la tercera raíz”, como llamó Gonzalo Aguirre Beltrán a la raza negra en México.

Si Nacho López era el fotógrafo de las puestas en escena que representaban la cotidianidad festiva y lúdica de los barrios semirrurales de la Ciudad de México de la década de los cincuenta del siglo pasado, González de la Parra fue el captor de imágenes de las comunidades negras de Veracruz y de Cartagena. Canto y religiosidad, baile y ritual, carnaval y estampas de vida que nadie ve, ahí estaba su lente para captar las luces intensas y contrastantes del blanco y negro y sus ricos matices de grises.

Mientras que el estereotipo señala la multiplicidad de coloridos en los carnavales, él hizo fotografías de la negritud en el tono que mejor podían ser retratadas: blanco y negro.

Lejos de ser un fotógrafo que sólo captaba imágenes y se iba, solía involucrarse con los pobladores; una especie de investigación-acción, para decirlo en términos de antropólogo. Como fue el caso de Coyolillo, ese pedacito de África en Veracruz, donde no sólo tomó infinidad de gráficas, sino que se volvió parte de los festejos.

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